viernes, 14 de mayo de 2010

Las memorias de un tigre

Martínez Laínez es un periodista experto en cuestiones de geopolítica europea, que ha redactado, además de sus colaboraciones en revistas de historia y defensa, novelas negras de cierto mérito como Carne de trueque, y libros de viajes galardonados como Tras los pasos de Drácula. Ha publicado también ensayos, novelas juveniles y biografías.

En El rey del Maestrazgo, nos ofrece un reportaje novelado sobre la fracasada “Expedición real” a Madrid que le sirve de cañamazo para biografiar al terrible cabecilla carlista Ramón Cabrera. Lo redacta desde una perspectiva múltiple, con capítulos en los que los protagonistas de aquella incursión -que pudo decidir la Primera Guerra Carlista- explayan sus recuerdos, bien ante un periodista que entrevista en su retiro de Wentworth al general tortosino, o bien se confían en el papel de unas justificativas memorias. Con este recurso, el autor hace hablar a los lugartenientes del “Tigre del Maestrazgo” como Forcadell, el príncipe Lichnowsky o el barón von Radhen; y también a enemigos del mismo como Espartero y Avinareta. Por su carácter mixto de historia y ficción no falta algún personaje de dudosa historicidad como el apodado “Sombra”.

El conjunto de la narración es fiel a los hechos y existe un deseo de comprensión de los móviles que espolearon a los protagonistas de aquella feroz guerra; pero no es difícil que un lector avisado encuentre frecuentes concomitancias con la segunda serie de los “Episodios Nacionales” de Pérez Galdós y con las “Memorias de un hombre de acción” de Baroja. Ambas series de novelas se dejan ver en las costuras del texto de Martínez Laínez.

Como informa el subtítulo del libro, la intención de la obra es mostrar las "luces y las sombras" de un genio militar muy discutido. Las dos aparecen con meridiana claridad en la crónica de atrocidades de una guerra, de siete años de duración, en los que la piedad y la compasión se desconocieron en el frente del Maestrazgo.

De aquella barbaridades nadie reclama una "memoria histórica," pero resultan sorprendentemente parejas a las que se cometieron cien años después. La lectura de esta obra deja una poso de escepticismo y de dolor por un país propenso a continuas divisiones y al odio caínita.
Fernando Martínez Laínez: El rey del Maestrazgo (Luces y sombras del caudillo carlista Ramón Cabrera), Madrid, Martínez Roca, col: Novela histórica, 2005, 316 páginas.


domingo, 9 de mayo de 2010

Las virutas de Miguel d'Ors

Como poeta me ha gustado siempre. En el "Heraldo de Aragón" escribí algo sobre él cuando le concedieron el Premio Nacional de Poesía, allá por los ochenta. Últimamente lo tenía un poco olvidado, pero la editorial "Los papeles del Sitio" está editando unas prosas dispersas, a modo de blog o de diarios. Eso que los italianos engloban bajo la palabra "tacuino"; una libreta que es a la vez cuaderno de apuntes y de cuaderno de viaje, bitácora, colección de bocetos de los sitios por los que se ha pasado y reflexiones sobre un viaje que se está acometiendo y que puede ser también el de la vida. Recientemente he visto un blog titulado "viagio col tacuino" y me han impresionado las bellísimas acuarelas tomadas al paso por artistas que hacen de la siempre deslumbradora bota del Mediterráneo, una asignatura obligatoria.
Tacuini son lo poco que he leído de Cesare Pavese; tacuini son -a mi entender- las reflexiones de Pla en Cuadern Gris y no otra cosa lleva haciendo en España, desde hace mas de veinte años, Andrés Trapiello.
Cuando el cuaderno de apuntes lo firman Jiménez Lozano (Advenimientos), Carlos Pujol (Cuadernos de escritura) o Miguel d'Ors (Virutas de Taller). La lectura es especialmente gozosa, fructífera, deleitada, "viciosa", en el sentido medieval de la palabra.
Como muestra, vaya el prólogo de Más virutas de taller.

"PARECE que en la Barcelona de la Restauración un antepasado mío, empresario textil y, a lo que se ve, hombre galante, tiró los tejos más allá de lo conveniente a una dama casada. El marido se sintió ofendido —tan bárbaros eran los usos de la época— y le mandó los padrinos, como solía decirse a la sazón. Total, que llegan dos caballeros correctamente vestidos, con sus sombreros, sus bastones de puño de plata y sus precep­tivas tarjetas, a la casa del donjuán en el preciso momento en que éste estaba comiendo. La doncella que les abrió la puerta entra al comedor y, muy sofocada, comunica al señor que han venido dos caballeros para hacerle saber que don Fulano de Tal le exige una satisfacción en tal sitio, con tal arma y a tantos pasos. Y entonces mi antepasado, sin alterarse -, pero qué digo sin alterarse: sin siquiera detener la cuchara una décima de segundo!, responde, con admirable sosiego positivista: «Que le comuniquen al señor de Tal que me doy por muerto». Y sigue con sus monchetas.


Yo, su descendiente, me gano las mías estupendamente como modesto Profesor Titular de una universidad provinciana. Me gusta de veras mi trabajo. Tengo un sueldo seguro y suficiente, unos horarios muy cómodos y mucho tiempo libre.


Durante los meses de primavera y verano vivo, con sólo Dios acompasado, en las afueras de una pequeña y agradable ciudad gallega; puedo escuchar en mi salón las mejores músicas de los hombres y algunas de las mejores de la Naturaleza, leo bastante (aunque sin por ello dejar de acostarme a su hora), escribo lo que puedo y en el otoño viajo al Sur, donde permanezco, armonizando el trabajo y el montañismo, hasta que se anuncia la nueva primavera. Mi vida la encuentro apacible, interesante y discretamente feliz. Hace años que desistí de mi aspiración juvenil a una cátedra universitaria; no tengo la menor intención de presentarme como candidato a ninguna elección; me importan un pimiento las opiniones del vulgo; no leo los periódicos; no me tienta en absoluto —antes lo contrario— la popularidad; no formo parte de la industria editorial; no creo que morir sea lo peor que le puede pasar a uno. Y, puesto que no necesito nada, no temo nada, no pretendo nada y no tengo que quedar bien ante nadie, puedo permitirme el supremo lujo de decir y escribir lo que quiero, dándome yo también por muerto, por mucho que la estupidez contemporánea me mande una y mil veces sus padrinos."


M. d'Ors.