sábado, 14 de noviembre de 2009

Ernst Jünger: Venganza tardía, Tusquets. 2009

Wolfram es un chico tímido que vive con sus abuelos. Su padre es comandante del Batallón de Marina y ha sido destinado a la que fue la principal base alemana en Oriente: Tsing Tao. Así, como la cerveza que expenden en el Gran Muralla o el Shangai, cuya fábrica debieron fundar los rubicundos teutones en los años que median entre la rebelión de los boxers (1900) y el comienzo de la I Guerra Mundial. El abuelo es maestro en una escuela primaria y cuando acuden ambos a ella, aprovecha para enseñarle a su nieto los nombres de los árboles y las plantas.

Wolfram tiene muchas cosas comunes con E. Jünger, a ambos les gustaba leer a Karl May, al explorador Stanley y a Federico Schiller. Los leían a escondidas durante la noche (como hacía Stephan Zweig , como han hecho miles de niños, y como hacía yo mismo); por lo que no es de extrañar que estuvieran adormilados durante las clases del día siguiente. Las cosas se complican cuando Wolfram comienza a tener “ausencias” (ignoro si también las tuvo Ernst Jünger). Cuando eso le sucede, el niño se queda como idiotizado y, una mañana, está a punto de ser atropellado por un tranvía. Sus abuelos acuden a un médico judío que ha estudiado en Viena (Cohn) y lo cambian de centro.

En el nuevo centro hay un profesor de Matemáticas odioso: Hilpert. Tanto miedo le inspira al niño que en sus clases sólo puede tartamudear, sentirse paralizado y se comienza a ser perseguido por la imagen del profesor. Cada vez que el recuerdo del señor Hilpert le asalta, Wolfram siente que sus esfínteres se aflojan; da lo mismo que se encuentre en mitad de la calle o en el parque. Sólo pudo superar el trauma cuando despidieron al odioso geómetra de la escuela, por beodo.

Unos meses más tarde, volvieron a cambiar a Wolfram de centro: aprobó el ingreso en el Gimnasium, y su personalidad comenzó a sufrir transtornos bipolares que tenían que ver con sus lecturas: unas veces era un paria de la India, y se humillaba ante todos, y otras era Old Shalterhand, el vaquero, y entonces zurraba a los demás niños, a puñetazo limpio, sin motivo ni aviso alguno. No hay transición entre un estado y otro. Llegó un día en el que el resto de la clase, magullada y harta de él, lo acusó ante el profesor de Latín: Entonces, el pequeño ezquizoide se sube al pupitre, olvida su tartamudez y suelta dos brillantes discursos en los que se defiende, primero al estilo de Cicerón y, después, con la mayéutica de Sócrates. Fue su última aparición en público.

¿Qué hay de biográfico y qué de inventado en esta tardía obra de un Jünger septuagenario? No puedo saberlo, a pesar del posfacio, las notas, el prólogo y el prefacio que la acompañan. Como prosista, siempre me han fascinado sus diarios de Tempestades de acero, y la novela: Sobre los acantilados de mármol (Auf den Marmor Klippen). A ellas me remitiría antes de recomendar esta novela, que sabe a poco y de la que, a medida que vas leyendo, esperas más, mucho más. Tengo muy buenas referencias de Abejas de cristal, pero no ha caído en mis manos, todavía.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El niño prodigio, de Irene Nemirovski y la realidad excesiva

La editorial Salamandra está publicando con cuenta gotas las novelas y relatos de Irene Nemirovski que Mondadori publicita en Italia. Lo hace en medicinales dosis porque quiere estirar el filón de beneficios que le proporciona esta autora, y, también, porque los lectores, como humanos que somos, no somos capaces de soportar demasiada realidad.

La realidad que aparece en los relatos de esta novelista francesa (de origen hebreo y ruso) está destilada, concentrada, potenciada, como los aceites de lavanda que se utilizan en perfumería. Sin duda, algo tiene que ver con ello su peculiar método de trabajo: Acostumbraba a rellenar cuadernos enteros con descripciones y rasgos de sus personajes, para utilizar tan sólo unos pocos párrafos en la redacción final. Por eso sus personajes llegan a la novela con una “madurez“ que sorprende al lector español del siglo XXI; sobre todo, si está habituado a sufrir la prosa de nuestros autores de más vendidos. Haber meditado, sopesado, seleccionado, largamente los hilos y los protagonistas le permite a la Nemirovska detenerse cuando quiere con la preciosista descripción de detalles psicológicos o galopar sobre el argumento en otras ocasiones. Sus frases son equilibradas, melódicas, aún en la traducción, y muy efectivas dentro del párrafo. Por eso, leer a Irene Nemirovsky es sufrir siempre una sacudida, una convulsión emocional.

Alguno pensará que eso sucede por la naturaleza, casi siempre trágica, de sus argumentos. Pienso que no es así. Un argumento triste, si lo desarrolla un torpe, se queda en un sainete, una opereta, la caricatura de un drama. En la pluma de la francesa, un suceso cualquiera, una fiesta, un encuentro entre un médico y un paciente, un episodio aparentemente anodino, se transforma en algo medular en la biografía de los personajes; y lo se consigue, sin duda, porque descubrió por su cuenta la misma máxima que aconsejaría más tarde Nabokov: “¡Mimad los detalles!”.

El niño prodigio es una triste historia judía de Crimea, la patria de su familia. Leerla, conmueve y encoge el aliento. Por fortuna es breve, porque tampoco yo, como lector, soy capaz de soportar demasiada realidad.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Las hogueras de los cátaros ardieron en la URSS

Ayer comenté la novela de Humphrey Slater El conspirador, hoy quiero dedicar unas líneas a Los herejes.
El libro lo leí empujado por la crítica del mismo que se hacía en las páginas de Libertad digital. Hoy hago público mi propósito de no volver a fiarme de semejante criterio, pues la he hallado insolvente e innecesaria. La novela en cuestión tiene dos partes bien diferenciadas. La primera se desarrolla en Avignon a comienzo del siglo XIII y narra una histérica -y sórdida- caza de albigenses que termina con la venta de los huérfanos como esclavos en los mercados de Alejandría. En esos capítulos iniciales, la jerarquía eclesiástica auna incompetencia con fanatismo y la descripción de sus miembros, criterios morales y actuaciones políticas, merecería figurar en un curso de anticatolicismo acelerado patrocinado por el Gran Oriente del Rito Escocés Antiguo y Reformado. La segunda parte de la novela transcurre durante la Guerra Civil Española, en la que combaten los protagonistas, tres amigos británicos y un coronel español. El libro termina con el exilio republicano, en Avignon. Cuando los últimos huérfanos de la novela se bañan en las orillas del Ródano al igual que hicieron los niños del capítulo primero, la mente del lector ya ha identificado a los inquisidores deshumanizados de la Edad Media con los estalinistas del S.I.M. y su caza de “desviacionistas!” (disidentes, trosquistas, anarquistas), en un peligroso juego político en el que tanto la lealtad absoluta de los militantes de base, como la mínima diferencia con la línea oficial del Partido, pueden llevarlos al cadalso.
Históricamente, tiene muchas inexactitudes e incorrecciones. Si nos guiásemos por la pluma de este escritor británico nacido en Sudáfrica, llegaríamos a la conclusión de que en nuestra guerra civil combatieron soldados de todas las nacionalidades menos de la española. Tal vez por su condición de brigadista internacional, el autor se mantuvo apartado del contacto real con la leva española, y vivió los tres años de campaña en una burbuja angloparlante. Las páginas más vivas y, sin duda, las mejores, son las que narran las acciones de una batería anticarro en la batalla de Brunete. En esos párrafos, en los que la biografía del autor coincide con la del protagonista, se aprecia un aire testimonial que las hace sinceras, veraces. Desgraciadamente, no aporta nada nuevo, uno ha leído relatos más espeluznantes de ambos episodios.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Humphrey Slater y la crueldad de la Revolución.

No he podido disfrutar de la fiesta que la villa de Madrid ha celebrado hoy, “por ser la Virgen de la Muralla” (en árabe vulgar y castizo, el cheli del árabe: Almudena). Sin embargo, no por eso he dejado de acordarme de la aparición cuasi milagrosa de la imagen de la Señora; que tuvo a bien desplomar el trozo de muralla que la ocultaba sobre un rebaño de lameculos que daba la bienvenida al rey don Alfonso VI, allá por el 1086, con la esperanza puesta, seguramente, en una subdirección general. El pergamino que se levantó para dar fe de tan sorprendente -y oportuna -aparición lo firmaron Ruy Díaz de Vivar, el rey Alfonso y otros nobles algo menos mimados por la épica castellana; y se conserva en buen estado y recaudo en los archivos del arzobispado madrileño.

Por aquellas travesuras de Clío, quien, a veces, gusta de jugar a las adivinanzas; en tal fecha como hoy cayó el Muro de la Vergüenza, y los histriones de la cosa pública se arrejuntan esta tarde “Ünter der Tilen” con objeto de celebrarlo y hacerse unas fotos.

Como Kennedy, “Ich bin ein berliner” (“Soy un berlinés”), y lo he festejado con la novela El Conspirador, de Humphrey Slater. Una historia que llevaron a la pantalla Elisabeth y Robert Taylor en los lejanos años cincuenta.

La novelita la ha publicado Galaxia Gutemberg, es breve y demoledora con la burocracia del NKVD y con el espionaje soviético. La crítica es tan dura que más de uno podría pensar que el autor está haciendo propaganda barata; yo también lo creería si ignorara que Slater pagó muy caro, tal vez con su vida, el poder formular abiertamente tales críticas. Escritor y pintor abstracto, nacido en Sudáfrica en 1906, fue reclutado en los años treinta por el Partido Comunista y, como tanto jóvenes de Cambridge, luchó en la Brigadas Internacionales en las que alcanzó el grado de capitán, al mando de una batería anticarro. Su experiencia en la “Guerra de España” debería haberle promocionado dentro del Cuerpo de Oficiales de Reserva (R.O.C.) durante la Segunda Guerra Mundial, pero como era un conocido comunista, sus superiores lo mantuvieron apartado de cualquier posibilidad de ascenso. Al ser desmovilizado mantuvo su militancia durante algún tiempo, viviendo como el conspirador de su novela, hasta que, finalmente, cortó con el Partido, su burocracia, y su fanatismo.

De su experiencia en España, salió la novela Los herejes, de la que espero hablar próximamente, y de su militancia El Conspirador.

Algo de este país debió llegar muy hondo en las entrañas de Slater porque volvió a visitarnos con intención de redactar sus memorias, inacabadas, y morirse sorpresivamente en Valencia en 1958.

Como homenaje dejo esta cita que bien merece una reflexión:

La crueldad casi sobrehumana de la Revolución impresionó a Desmond y le llenó de un temor reverente, casi religioso, que forjó y afianzó su lealtad”

(El Conspirador, página 79)

domingo, 8 de noviembre de 2009

Dan Coyle: Explorar el Planeta y descubrir el ombligo.

El libro de Dan Coyle La claves del talento: ¿Quién dijo que el talento es innato? Aprende a desarrollarlo, Barcelona, Ed.: Zenith, 2009, 235 páginas; se concibe como una respuesta a la pregunta ¿Cómo es posible que un ruinoso club de Moscú, con una sola pista cubierta, coloque siete tenistas (Kournikova, los hermanos Safin, Dinara Dementieva, Natasha Myskina, y Dimitri Tursunov) entre los veinte mejores del mundo? Tan estimulante pregunta se convirtió en un viaje de un año a los “semilleros de talento” del mundo. Escuelas de música alternativa o academias de canto y danza que han formado a varias estrellas de la música pop como Beyoncé, campos de fútbol-sala brasileños por los que han pasado todos los millonetis del Carrusel deportivo y escuelas de béisbol de Curazao o Santo Domingo que colocan a sus alumnos en las grandes ligas; fueron visitadas por este norteamericano que, como periodista deportivo que es, establece una identidad absoluta entre “talento” y cualquier actividad psicomotriz, siempre que esta exija un mínimo de precisión, rapidez y técnica. Si usted cultiva la literatura, la hermenéutica filosófica o la matemática del caos, y se ha planteado comprar el libro, debe saber que, por principio, para el autor, queda usted excluido del grupo de personas con “talento”.

Cabría esperar que los meses empleados en desplazarse hasta esos mágicos lugares en los que los talentos parece surgir como hongos hubiera cuajado en un método capaz suscitar nuevos "semilleros" en cualquier otra actividad o parte del mundo. Ni lo sueñen. Si el talentoso autor de esta maravilla de la literatura ha descubierto algo parecido a una fórmula o algoritmo, se lo ha dejado fuera del libro, en el cajón de su mesa de trabajo, allá en Alaska, donde el yerno de la Palim. Cabe sospechar que se ha guardado para sí tales conclusiones, pero, tras leer el libro, más bien sospecho, porque ha agotado su "desarrollada" capacidad descubriendo nociones tan revolucionarias como: “práctica intensa” y “aprender de los errores”; amén de recomendarnos que practiquemos diez mil horas si queremos desarrollar nuestro “talento” tocando el clarinete o lanzando una bola de béisbol. Eso sí, salpimentado la prosa con un pellizco divulgativo sobre la importancia de la mielina en los circuitos neuronales.

Después de leer libros como el de Dan Coyle, y de ver los brillantes resultados de la política norteamericana en Irak y Afganistán, uno llega a una conclusión de que “el Imperio” llega a su fin; lo que viene detrás es una generación con bulbo raquídeo en lugar de cerebro.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Las crisis según Alberto Einstein

Un alumno de segundo de Bachillerato me ha pasado un texto de Albert Einstein que no resisto a reproducir. Como el chico procede de la LOGSE, pedirle que supiera citarlo, con obra, capítulo y página, era pedir demasiado. Sólo puedo afirmar que no procede de Mi credo humanista, ni de Mis creencias, pues en ambas recopilaciones he rastreado infructuosamente el fragmento que paso a mecanografiar:
"No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia, como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis donde nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis, se supera a sí mismo sin quedar 'superado'.
Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más los problemas que las soluciones. La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla".
Albert Einstein.