domingo, 20 de junio de 2010

La agonía de Francia

De Manuel Chaves Nogales leí con agrado El maestro Juan Martínez estuvo allí, en la que transcribe las memorias de un baliaor de flamenco al que la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la Guerra Civil Rusa le pillaron entre San Petersburgo y Kiev. Tocando las castañuelas, Juan Martínez y su mujer tuvieron que habérselas con los secuaces de Piłsudsky (ocupación polaca de Kiev), los zaristas, las checas rojas, los nacionalistas de Petliura (la ciudad cambió de mano cinco veces), y los estragos de la economía de guerra. Ahora acabo de terminar La Agonía de Francia, que acaba de publicar Libros del asteroide (una editorial cuyo nombre rinde tributo a Saint-Exupéry y Le Petit Prince). Me queda por leer, en la misma editorial, la biografía de Juan Belmonte y con eso habré agotado las obras reeditadas (y que se puedan todavía encontrar en las librerías de la Comunidad de Madrid) de este ameno periodista que cuya escritura no desdijo de la de una generación de grandes periodistas como fue la suya.

Si durante la Guerra Civil Española Chaves Nogales flirteó, como otros frente populistas con el PCE, en La agonía de Francia sitúa al PCE un grado de traición por debajo, solo un grado, respecto a los colaboracionista franceses y de los entreguistas que apoyaron la subida de Petain. No en vano comienza esta crónica con la detención petainista de Georges Mandel, aquel Ministro del Interior de origen hebreo que fue entregado a los alemanes por el nuevo gobierno para ir congraciándose con el enemigo. Los izquierdistas galos que leyeron los acuerdos “Ribentrop-Molotov” sufrieron una crisis de conciencia que les llevó, muchas veces, a romper con el PCF y, por el contrario, quienes se mantuvieron obedientes a la disciplina de partido, difundieron entre los soldados unas consignas que no podrían servir mejor a la claudicación nacional que las ideadas por Herr Abetz, el cerebro del quintacolumnismo alemán en París. Tal es una de las tesis, repetida de diversas formas y modos por el autor de esta crónica histórico-periodística.

Aquel ejército francés de tres millones de hombres que se rindió casi sin luchar no se descompuso repentinamente. Estaba podrido a los pocos meses de la movilización. Las divisiones internas de una sociedad que había asistido a dos revoluciones abortadas, la de la Ligas derechistas de 1934 y la frente populista de 1936, hacía que la la fractura entre los soldados movilizados fueran mayor o igual que la que existía en la sociedad española de la misma época, Si en Francia no se habían despedazado a tiros era porque la gendarmería conservaba su eficacia y su unidad, y por unos ciertos hábitos de civismo todavía superiores a los hispanos.

La tesis de Chaves es que eran muy pocos los que estaban dispuestos a morir por salvar un sistema que les parecía inoperante y corrupto. La oficialidad colonial, de inclinaciones totalitarias y racistas, trataba a los abogados, a los obreros y a los comerciantes como si fueran senegaleses o malgaches. Los hombres se aburrieron infinitamente en la larga inactividad invernal de 1940 mientras el enemigo afilaba sus armas. El Estado Mayor, con una guerra de retraso, estaba paralizado en la creencia de que la Línea Maginot era infranqueable. Los empresarios, que se habían visto obligados a conceder la semana de 40 horas y las vacaciones pagadas, simpatizaban con el fascismo y la intelectualidad era el menos dispuesto a la lucha de todos los grupos sociales. Cito una palabras apodícticas del propio Chaves:

“ A la pregunta de Charles Péguy [en 1914] “¿Qué es lo que tenemos que salvar?”, había respondido Jean-Pierre Maxence en la siguiente generación diciendo “ No tenemos mas que salvarnos a nosotros mismos”. Y añadía. “Nadie sino los mediocres está satisfecho del mundo presente. Entre ese mundo y nosotros, uno de los dos tiene que perecer”.

Yo no sé si esa intelectualidad francesa que reaccionaba violenta y desesperadamente contra la decadencia del país y del régimen se considera ahora salvada bajo la protección de la Gestapo, pero lo indudable es que al Francia que estúpidamente condenaron a perecer ha perecido real y verdaderamente.” (página 93)


Escrito con lucidez y serenidad en medio de la amargura del segundo exilio (Chaves se escapó en un contratorpedero británico) el libro La agonía de Francia es un testimonio de primera mano de cómo se suicida espiritual y moralmente una nación. Algo que los que navegamos por las turbias aguas de la actualidad necesitamos conocer.

viernes, 4 de junio de 2010

En el centenario de Luis Rosales

Con Luis Rosales sucede un poco lo que al inefable Recienvenido de Macedonio Fernández: Una tarde descubrió que compartía el día de su cumpleaños con la mamá de un amigo; y desde entonces supo la razón por la que siempre le había parecido tan estrecho ese día (que se empeñaba en repetir año tras año, sin escarmentar – y que, a pesar de haberlo repetido cincuenta y tres veces, podía celebrarlo con los ojos cerrados-). Desde ese año, le parecía todavía más angosto. Sobretodo, cuando se comparaba con los amigos que disponían de un día de cumpleaños entero para ellos. El el caso de Luis Rosales eso se aplica al año de nacimiento. Uno de sus principales errores de ese poeta, que nunca se equivocó “sino el las cosas que que él más quería” (según confiesa en la “Autobiografía “ que da paso a las Rimas); es haber elegido para nacer el mismo año que Miguel Hernández. Basta echar un vistazo al escaparate de cualquier librería para constatar que el alicantino, tísico y bronco, se le ha comido el centenario, tal vez para resarcirse del hambre que pasó en 1942, o por la costumbre chotuna de comer lo que se ponga por delante. Luís Rosales para poder disfrutar de un centenario equitativamente compartido, tendría que haber nacido el mismo año que Gabriel Miró o que Armando Palacio Valdés, por lo menos.

Ayer dos de sus hijos adoptivos -y antiguos empleados suyos en el Instituto de Cultura Hispánica- Antonio Hernández y Félix Grande le rindieron un homenaje en mi ciudad de Guadalajara con plana mayor del "barredismo lactante" y con los principales beneficiados de la Central Nuclear de Trillo asistiendo en primera fila. El acto me gustó. Antonio Hernández, con su voz cascada y estomacal, nos hizo descubrir la gracia de un poemario de Navidad al que los críticos superficiales, entre los que me incluyo, consideran una obra menor. Félix Grande, por su parte, escenificó - ¡qué gran actor ha perdido el mundo, señor Nerón! - una emotiva semblanza de un hombre perseguido por una calumnia: la de haber participado en la muerte de García Lorca. Calumnia obstinada y tenaz, a pesar de la abrumadoras evidencias que la desmienten. La abundante fauna de los calumniadores es reacia a las pruebas documentales y, si se da el caso de verse descubierta, se enfurece y arrecia con mayor acritud en sus ataques.

Mereció la pena haber acudido para ver declamar un mismo poema con dos estilos tan distintos como los de Antonio Hernández y Félix Grande. También mereció la pena descubrir que no he sabido leer a Luis Rosales. Hasta ayer lo veía como un pastelero que amasaba arrobas de harina para sacar una sola galleta que - intuición, imagen o metáfora- mereciera ser contada como poesía. A mi sensibilidad aragonesa, le sobraban muchas frases de La casa encendida. El contenido del corazón, y de Diario de una resurrección. Tantas como faltaban en Canciones, un libro Juan Maireniano que ni era plenamente machadiano, ni era greguería a pesar de lo que parecía prometer la dedicatoria.

Sin embargo, ayer presencié un milagro. Lo obraron Carmen Linares y E. Barragán (el guitarrista) cuando cantaron algunas de las canciones de ese libro. Lo hicieron con soleares, con una petenera y con unas alegrías. Al oírlos así se me hizo evidente algo que supone una seria desventaja para los que no estamos duchos en flamenco: que esos poemas hay que leerlos cantados. Es la voz y sus melismas quienes regularizan la métrica que nos parece imperfecta, quienes dan ritmo a una letra que nos parece coja, quienes intensifican el sentido de los últimos versos que nos parecen pobres. Desde ayer considero el fraseo superabundante como el calentamiento de dedos de una guitarra que se apresta a arrancar en un solo memorable. ¡Que pena que no nos hayan enseñado a cantar este tipo de poemas a en las aulas de la facultad!

Como homenaje al poeta y a su ciudad, como recuerdo de Carmen Linares, dejo en este blog las “Soleares a la ciudad de Granada”, forse, altro canteró con miglior plectro

Si tú quieres
iré a morir en tus brazos
Ciudad de la Buena Muerte.

¿Qué bien te sienta el otoño
con tu tristeza dorada
y el agua buscando novio!

Ya sin sol, casi vacía,
tu muerte se va quedando
dormida

¿Quién te vio y no te recuerda
como una iglesia vacía
donde las palomas vuelan?

Y nadie sabe que tienes
bodas de nieve.

Desde la Alhambra ¿recuerdas?
Ir desuniendo un sonido
total donde cada barrio
pone un sonido distinto.

Plaza de los Lobos
Santa Paula y
un son de campanas
que no he vuelto a oír.

¡Volver de nuevo a la infancia
para subir despacito
por la Cuesta de Maraña!

¡Qué desolación tenía
la campana de La Vela
tocando a niña perdida!

Tan sola, siempre tan sola
y la nieve en la sierra
te está vistiendo de novia.

Ni más ni menos; en cambio
Sevilla sigue viviendo
lo que tú estás recordando.

¡Ay!, si
no voy a Granada
no podré dormir
(Luis Rosales: Canciones)