Wolfram es un chico tímido que vive con sus abuelos. Su padre es comandante del Batallón de Marina y ha sido destinado a la que fue la principal base alemana en Oriente: Tsing Tao. Así, como la cerveza que expenden en el Gran Muralla o el Shangai, cuya fábrica debieron fundar los rubicundos teutones en los años que median entre la rebelión de los boxers (1900) y el comienzo de la I Guerra Mundial. El abuelo es maestro en una escuela primaria y cuando acuden ambos a ella, aprovecha para enseñarle a su nieto los nombres de los árboles y las plantas.
Wolfram tiene muchas cosas comunes con E. Jünger, a ambos les gustaba leer a Karl May, al explorador Stanley y a Federico Schiller. Los leían a escondidas durante la noche (como hacía Stephan Zweig , como han hecho miles de niños, y como hacía yo mismo); por lo que no es de extrañar que estuvieran adormilados durante las clases del día siguiente. Las cosas se complican cuando Wolfram comienza a tener “ausencias” (ignoro si también las tuvo Ernst Jünger). Cuando eso le sucede, el niño se queda como idiotizado y, una mañana, está a punto de ser atropellado por un tranvía. Sus abuelos acuden a un médico judío que ha estudiado en Viena (Cohn) y lo cambian de centro.
En el nuevo centro hay un profesor de Matemáticas odioso: Hilpert. Tanto miedo le inspira al niño que en sus clases sólo puede tartamudear, sentirse paralizado y se comienza a ser perseguido por la imagen del profesor. Cada vez que el recuerdo del señor Hilpert le asalta, Wolfram siente que sus esfínteres se aflojan; da lo mismo que se encuentre en mitad de la calle o en el parque. Sólo pudo superar el trauma cuando despidieron al odioso geómetra de la escuela, por beodo.
Unos meses más tarde, volvieron a cambiar a Wolfram de centro: aprobó el ingreso en el Gimnasium, y su personalidad comenzó a sufrir transtornos bipolares que tenían que ver con sus lecturas: unas veces era un paria de la India, y se humillaba ante todos, y otras era Old Shalterhand, el vaquero, y entonces zurraba a los demás niños, a puñetazo limpio, sin motivo ni aviso alguno. No hay transición entre un estado y otro. Llegó un día en el que el resto de la clase, magullada y harta de él, lo acusó ante el profesor de Latín: Entonces, el pequeño ezquizoide se sube al pupitre, olvida su tartamudez y suelta dos brillantes discursos en los que se defiende, primero al estilo de Cicerón y, después, con la mayéutica de Sócrates. Fue su última aparición en público.
¿Qué hay de biográfico y qué de inventado en esta tardía obra de un Jünger septuagenario? No puedo saberlo, a pesar del posfacio, las notas, el prólogo y el prefacio que la acompañan. Como prosista, siempre me han fascinado sus diarios de Tempestades de acero, y la novela: Sobre los acantilados de mármol (Auf den Marmor Klippen). A ellas me remitiría antes de recomendar esta novela, que sabe a poco y de la que, a medida que vas leyendo, esperas más, mucho más. Tengo muy buenas referencias de Abejas de cristal, pero no ha caído en mis manos, todavía.
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