viernes, 10 de julio de 2009

Apología del sicófago

In honorem Buzzattiis

Ahora buscarán a un culpable, pero hace tiempo que necesitaba una reparación. La habían solicitado al Ministerio y a la Comunidad autónoma, a la Unión europea y a la UNESCO; pero nada: siempre hallaban otros proyectos más urgentes. El Ayuntamiento nunca tenía fondos suficientes. Eso es lo que dirán porque llevan mucho tiempo diciéndolo; pero el mal venía de lejos. Nadie podría fijar con precisión cuándo comenzó, únicamente el momento en que se produjo un desenlace que ya es inevitable ¿Quién lo habría podido imaginar?
El edificio había sido colegio de los jesuitas hasta la expulsión del a Compañía. Después se instituyó una Real Fábrica de Talla y Pulimentado de Piedras Duras, semejante a las que su majestad Carlos III había disfrutado en Capodimonte. Durante La Francesada albergó sucesivamente a los coraceros del general Hugo y a las partidas de El Empecinado y entrambos lo dejaron muy maltrecho. Veinte años después volvieron las bayonetas (carlistas e isabelinas) a esgrafiar sus injuras sobre los enyesados hasta que por los años de Narváez lo adquirió en un remate don Basiliso del Edén para almacenar leña y carbón vegetal: tan mal había quedado que apenas las paredes, los suelos y techumbre constituían su escasa utilidad.
Cuando murió el señor del Edén lo heredaron - para olvidarlo- los Gayanes, y desde entonces lo ocuparon pastores, gitanos y, más recientemente, emigrantes que periódicamente eran desalojados del recinto por un ayuntamiento temeroso, más que nada, de salir de responsable civil subsidiario en un juicio por accidente dentro del caserón.
Tan sólo buscaba una buena instantánea. Nada más. Había salido a pasear con Berta que, con la cara pegada al suelo, persiguiendo los vientos de una liebre maldita me llevó por ahí.
Al descubrir la higuera creciendo en mitad del muro tres veces centenario pensé: “¡Qué buena foto desde esa rama!”
Trepé por los desconchones y las llagas de los ladrillos de un contrafuerte hasta encaramarme en la cúspide. Desde allí, tras no pocas contorsiones, conseguí encaramarme a ahorcajadas sobre el tronco principal. Los higos estaban morados y parecían maduros, las gotas de resina azucarada perlaban la envoltura como granos de cuarzo en un óvalo de granito…
Arranqué la breva y too empezó a temblar. Las ramas se agitaban espasmódicas, las hojas se azoraron y me golpearon la cara durante un descenso tan apresurado como el volumen de mi temor.
En un punto perdí pie y descendí derecho raspándome el cuerpo entero contra la superficie del paredón. Una lluvia de brevas me acompañó hasta el suelo.
Jaleado por los ladridos de Berta, salí escopeteado por un lateral y un crujido inconfundible a la espalda me hizo saber que se estaba agrietando el murallón. “¡Dios mío, un agujero desenfilado, pronto, porque no voy a poder refugiarme en los taludes de la carretera!”
Con la cabeza protegida por los antebrazos vi la gran polvareda que levantó el paredón meridional en su desplome. De la nube ocre volaban hacia abajo tejas y sillarejo; fragmentos de ladrillo argamasado rodaban por la pendiente; piedra de relleno y piedras esquineras de jambas y dinteles, toda la mazonería del antiguo edificio se deslizaba por el canchal y alcanzó los vehículos aparcados en los arcenes de la carretera comarcal.
Se suspendió la corrida y una estampida de vecinos voló a sus casas para comprobar que una viga se había incrustado en un balcón o que unas tejas se habían estrellado como huevos sobre los suelos del comedor. La estatua de la fuente de arriba yacía mutilada y los automóviles reposaban en la paz de siniestro total. Una mano demente había sembrado vigas y fragmentos de albañilería en posiciones inverosímiles. La erupción del viejo caserón, como un Vesubio sin lava, había trazado su colada destructiva por el pueblo y gentes asombradas con mirada de insomne o de difunto observaban la ruina.
Permanecí escondido hasta que oscureció; después, subí a mi coche y tome el camino que evitaría a los bomberos y a Protección Civil. Desde entonces me oculto en casa. He pegado en la puerta un folio que informa a los vecinos de mis vacaciones durante todo el mes. Cuando se terminen los víveres, saldré- a las cuatro de la madrugada- a comprarlos en alguna gasolinera de servicio. Cada vez que llama el cartero espío por la mirilla para ver si trae la carta certificada que contendrá la citación judicial. A Berta la abandoné esa noche. Temo la ira popular. He pedido la excedencia en el cuerpo de Restauradores y Conservadores del Patrimonio y, lo peor de todo, han dejado de gustarme los higos.

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